El
extraño señor de los anillos.
Ha ce mucho tiempo,
en un pueblo muy pequeño, vivió un señor al que todos conocían como
el señor de los anillos.
Era un hombre
solitario que no tenía familia, ni estaba casado ni tenía hijos.
No solía
hablar nunca con nadie y por eso tampoco tenía amigos. Lo único que
sabían en el pueblo de él era que en algún tiempo de su juventud había
sido un hombre inmensamente rico, pero había gastado toda su fortuna
en comprar cuatro enormes y valiosísimos anillos que siempre llevaba
puestos, uno en cada dedo de su mano izquierda.
Solamente un vecino
suyo se atrevió en una ocasión a dirigirle la palabra para desearle
buen día al cruzarse con él, y
el hombre levantó su mano misteriosa y brillante para responder al saludo
en silencio. A partir de entonces nació entre ellos algo que ni siquiera
podría llamarse amistad.
Un día, ya de
puro viejo, el señor de los anillos murió, y quien se encargó de hacer
los preparativos para el entierro fue su único amigo. Pero el vecino,
en vez de estar junto al ataúd cuando lo estaban enterrando, lo que
hizo fue esconderse detrás de las tumbas y esperar a que todo el mundo
se marchara...
Cuando cayó
la noche salió de su escondite armado con una pala de hierro y se acercó
a la tumba con un firme propósito:
robar los anillos a su propio amigo.
Cuando por fin
tuvo la mano completamente blanca y lívida del muerto entre las suyas,
le quitó uno a uno los anillos. Le sacó sin problemas el anillo del
dedo índice, le sacó sin problemas el anillo del dedo meñique... pero
el anillo del dedo anular estaba tan incrustado en la carne, que por
más que hizo fuerzas el anillo no salía. El hombre no lo dudó, y colocó
el dedo en el borde afilado del ataúd, y con la pala de hierro descargó
un golpe certero con el que partió el dedo.
Luego cogió una
bolsa de plástico y metió los anillos y el dedo. Salió corriendo del
cementerio en dirección hacia su casa, tan rápido como sus pies le permitían.
De vez en cuando miraba hacia atrás para asegurarse de que nadie lo
seguía.
Cuando estuvo
delante de la puerta la abrió nervioso y volvió a mirar por última vez.
Luego subió a su cuarto y trancó con llave la puerta, y puso la bolsa
debajo de la mesa de noche. Demasiado cerca...
El hombre estaba despierto porque
su conciencia no le permitía dormir después de lo que había hecho. Sería
la una de la madrugada cuando el hombre acostado en la cama escuchó
unos ruidos que provenían, no de la mesa de noche, sino del salón en
la planta de abajo. Eran como unos pasos que se arrastraran para caminar,
y el hombre escuchó que comenzaban a subir los peldaños de la escalera
uno a uno. Entonces Aguzó el oído medio tapado con la manta y notó que
los pasos se habían detenido delante de la puerta del dormitorio, y
que se escuchaba una respiración cansada que no era la suya. El picaporte
de la puerta comenzó a moverse como si quisieran entrar pero afortunadamente
había tomado la precaución de trancarla con llave. Aquella noche no
pudo dormir, ni las seis noches siguientes, en las que estuvo recibiendo
a la extraña visita de forma consecutiva, una noche tras otra.
A la octava noche
el hombre sentía tanta curiosidad por saber de quién se trataba que
decidió desvelar de una vez por todas aquel misterio. Esperaría sentado
en una silla detrás de la puerta y no le pasaría la llave.
Como en las noches
anteriores, los ruidos
comenzaron después de que el reloj de campana del salón anunciase la
una de la madrugada. Primero eran unos pasos que se arrastraban, después
el crepitar de los peldaños de madera, y una respiración cansada que
se oía detrás de la puerta del dormitorio. Cuando la manecilla de la
puerta comenzó a moverse y ya la puerta estaba a punto de abrirse, el
hombre sentado en la silla sintió tanto miedo que preguntó desde dentro:
¿Quién anda ahí?, pero apenas le salió la voz y volvió a repetir ¿Quién
anda ahí? Con un tono que más parecía una súplica.
¡!
Soyy yooo!!!(Y éste final
de soy yo hay que hacerlo con
un buen grito que haga saltar al que esté escuchando en cuento)
Antonio
López